Arq. Amado Juan Sánchez Cabrera, cronista / Adecsol A.C.
PROBLEMAS LABORALES EN LAS MINAS
Para 1767, los trabajadores de las minas del Cerro de San Pedro, vecinos del mismo mineral y del pueblo de San Nicolás del Armadillo, venían siendo explotados y extorsionados hacía tiempo y eran privados de los legítimos derechos que las leyes les brindaban.
El templo del mineral se hallaba muy falto de ornamentos para el culto divino y en peligro de caerse por falta de mantenimiento, aunque, sin embargo, a ellos se les retenía cierta cantidad de dinero para tal efecto. Les restringían la utilización de materiales necesarios para el uso del metal y tenían que poner de su cuenta: madera, leña, agua y velas para poder desarrollar sus labores. No tenían terrenos suficientes para sembrar. Pedían mejor distribución en el precio del tabaco.De la misma manera, solicitaban mejoría en muchos privilegios que les eran negados.
Aisladamente hacían llegar sus quejas a los que ellos reconocían como sus superiores, y viendo que no obtenían justicia, y que ni siquiera eran escuchados, determinaron abandonar los trabajos de las minas, reunirse con el demás vecindario de San Nicolás y Valle de Armadillo, Cerro de San Pedro y en cuerpo toda esa gran cantidad de gente dirigirse a la ciudad para exigir al alcalde mayor les otorgara la justicia que pedían.
Así lo hicieron, penetrando a la ciudad varias veces hasta que aparentemente dieron solución a algunas de sus peticiones. Estaban demasiado frescos los hechos, inquietos y alarmados todos los ánimos, cuando el 25 de junio se hizo público el decreto de Carlos III, que ordenaba la expulsión de los jesuitas de todos los dominios españoles. Se tomaron las providencias necesarias para lanzar a los jesuitas en un mismo día de todas las casas de España, así como para arrestarlos en las Américas. De la noche del 24 al 25, los jesuitas quedaron en calidad de presos custodiados en su mismo convento por fuerza armada.
Desde la noche del día 25, empezaron a llegar a Soledad multitud de hombres de los pueblos cercanos, y al día siguiente, poco antes de la salida de los jesuitas, se presentó aquel numeroso grupo, compuesto de más de cinco mil hombres.
En esta vez, los hombres iban armados con hondas, palos, cuchillos y saetas; con terribles insultos y gritería sostenida exigían que se revocara la orden de expulsión. El general Urbina envió a Soledad un comisionado, quien habló con los amotinados proponiéndoles detener la expulsión, mientras ésta era resuelta por el virrey, así como evitar que se acercaran las fuerzas armadas que venían de México a la ciudad. Aparentemente se habían sosegado los ánimos, más la confianza de los españoles pendía de que llegaran soldados.
Los rebeldes supieron de esta disposición y volvieron a la ciudad a la media noche del día 8, sosteniendo serio combate con la guardia al tratar de asaltar el Colegio de los Jesuitas, y se prolongó la lucha hasta el amanecer del día 9. Para entonces, apareció el regimiento de infantería de la corona, encabezada por el visitador general de la Nueva España Don José de Gálvez, quien sin misericordia vino a combatirlos, y cuya fuerza vino a decidir el triunfo a favor del gobierno.
Los amotinados se retiraron en total desorden para Soledad, de donde se dispersaron en desbandada por distintas direcciones perseguidos por las tropas del Rey. Se verificaron numerosas aprehensiones de tumultuarios implicados en la rebelión y se les formaron bárbaras sentencias llegando hasta la pena de muerte.